Hoy sentí con más intensidad las ganas de morir. Nada de lo que decía era acertado. Parecía rebotar entre todos mis compañeros, que eran como firmes pilares. Y yo rebotaba y rebotaba. Mis ideas no eran acogidas en ningún pilar. A veces, no tenía respuesta.
Sentí ganas de desaparecer. La gente en la calle me empujó y no me cabe duda de que lo hicieron a propósito. Lo hicieron, porque les molestaba mi presencia, aunque no me conocieran. Hablé contigo y tú no querías nada. Y yo te volví a suplicar. Después vino la culpa y la vergüenza de la humillación y quise morir.
Todo lo que está mal entre nosotros es mi culpa, porque yo soy rara. Y me humillo a mí misma, porque me arrastro para que me recibas de vuelta. Lo hago una y mil veces, aunque siempre me digas que no.
Salí y de clases y me sentía perdida. No sabía dónde ir. De qué servía llegar a mi casa, si allí también reboto y no tengo acogida. Y no me entienden. Hacen esas preguntas forzadas, como para que yo piense que se interesan por mí. Preguntan por la U, las notas, los amigos y el amor. Así, de rompe y raja. Si nunca hemos hablado, cómo pretenden que les cuente mi vida resumida en la media hora de cena.
Yo sé que tú papá, te esfuerzas, pero es tarde. No te preocupaste de saber de mí cuando era chica y ya no siento natural tener un lazo contigo. Sólo me mirabas, me tenías en una burbuja, porque yo era la que necesitaba más protección. No me dejaste hacer nada por mi cuenta. Siempre estaba todo hecho. Me impusiste una personalidad. Nunca te preocupaste por averiguar si efectivamente ésa era mi forma de ser. Pensaste que con sólo trabajar, yo me iba a transformar como si nada en alguien. En alguien feliz.
Cómo voy a ser feliz hoy, si veo a mis hermanas, todas con un camino recorrido. Con logros, con problemas que han podido solucionar, con amigos, enemigos, ¡ellas tienen vidas! A mí no me dejaron hacer una. Soy grande y todavía le tengo miedo a la gente. Cuando me logro acercar a alguien me aferro tanto que luego no puedo estar sola.
Quiero morir. Me compré un Mantecol, una barra gigante de cobertura de chocolate, unos Belmont Ultralight de cajetilla blanda, tomé dos pastillas de ésas que te hacen olvidar el mundo un rato y empecé a caminar por Alameda. Flotaba. Las luce eran lindas. Y llegué a Santa Lucía, con mi cobertura en una mano y un cigarro en la otra, sentí un bocinazo y pensé que ojalá el huevón me atropellara y terminara de una vez toda esta porquería. Pero no. Tuve mala suerte y frenó. Gritó algo que no entendí, pero me dio lo mismo.
Seguí caminando y roía mi gruesa cobertura de chocolate. Le pegaba una piteada al cigarro. Qué me importaba el azúcar y la nicotina. Qué me importaba la hora y los patos malos. "Que hagan lo que quieran", pensaba. Me puse con alguna dificultad los audífonos del pendrive y empecé a escuchar "Discojapi" de los Chancho. Qué me importaba lo que pensaran los demás de lo que yo hacía. Mejor que fueran a hacerse sus propias heridas. Para qué miraban las mías.
Yo me daño, para castigarme, no para que los demás me miren. Tropecé con un perro en la Moneda y quedé de rodillas en el suelo. Nadie paró a ayudarme. Sólo me miraron. Eso es porque les molesta mi presencia, porque soy débil e hijita de papá. Se me nota. Yo sé. Hay algo en mi cara que lo dice. Pensaba que sólo quería morir.
Lo que más rabia me da ahora, es que siempre termino comprobando que soy débil y cobarde y que no me voy a matar, porque no me atrevo. Me da rabia. Miro el Mantecol, aún en la mochila y pienso en que llegué a las 11 a la casa y salía de clases a las tres. No había nadie. Nadie tampoco me llamó. Así de preocupados estaban. Abro mi gorda barra de grasa y empiezo a comer, mientras me engullo dos pastillas más de ésas que te dejan como vola'o. Filo, qué importa. Todavía no ha llegado nadie y cuando lleguen voy a estar durmiendo.
Qué fácil es negar que quiero morir.
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