Yo caí en ese lugar en tiempos de guerra. No sabía quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos, así que decidí esconderme. Al parecer había caido en el patio de alguna casa y me escondí entre los matorrales que salían de una tierra que seca.
El sol calentaba bastante y atardecía. Mientras me acomodaba en mi escondite, oí que abrían la puerta de la casa. Salió un hombre de barba y pelo canoso, con un sombrero tipo vaquero. Llevaba una camiseta blanca sin mangas y bajo ella se asomaba su abultado vientre.
Venía caminando directo hacia donde estaba yo. Tenía el ceño fruncido y no sabía si era por el sol que le llegaba en la cara o porque me había visto. Sí, me había visto. Trataba de verme mejor a través de las hojas. Yo quería salir arrancando, pero me di cuenta de que tenía una escopeta.
No sabía si era mejor salir arrancando y que me pegara un tiro de inmediato o que me encontrara y me torturara o me secuestrara o me entregara a las tropas...¿enemigas? Ahí recién pensé que no sabía quién era el enemigo. En realidad esa guerra no era mía, así que no sabía a quién me podría entregar.
Me quedé tranquila y esperé. Deben haber sido los segundos más largos de mi vida. Me sudaban las manos, quería vomitar, me sentí mareada y me temblaban las piernas. Y él no llegaba. Me agaché y me agaché, como tratando de desaparecer. Y él no llegaba. Cerré los ojos y esperé lo peor.
Sentí una mano grande y tibia en mi hombro. Abrí los ojos y vi su cara, tenía los ojos grandes y me miraban sin entender. Me habló en un idioma que yo no había oído nunca. De alguna forma, su presencia me calmó. Gritó algo hacia adentro de la casa y salieron una mujer, también canosa y morena y un joven que no pude ver muy bien, hasta que lo tuve frente a mí.
Me ayudaron a pararme y al parecer me preguntaban si me pasaba algo. Me sostenían. El joven moreno y alto se me acercó de pronto y me miró a los ojos. Su mirada castaña clara me hizo recordar el caramelo. Y me seguía mirando y yo seguía hundiéndome en el caramelo. Su mirada me absorbía. Y sus manos fuertes me mantenían en pie.
Me tomó de la mano y nos acercamos a un género rojo. Lo levantó y había un lienzo que tenía colores amarillos, azules y rojos. Había dibujos que parecían hacer alusión al viento. Había una imagen que parecía ser de un hombre y una mujer tomados de la mano.
Yo no sé cómo me di cuenta de que yo era la elegida. No entendía su idioma, pero supe que ese lienzo debía ser descubierto cuando apareciera yo. Ahí entendí todo. El destino me había llevado hasta allá. Yo era la mujer de ese joven ojos de caramelo. Y me sentí tan tranquila que me dejé llevar.
Comenzó a moverse ese pedazo de género. Era como un baile. Y nosotros bailábamos con esas imágenes, sobre esa tierra seca, con ese sol naranjo. Dábamos vueltas y vueltas y no me sentía mareada, sólo tranquila, en calma. Tenía un centro: él.
Él era mi centro y yo era el suyo. Y yo estaba tan feliz que no me importó haber aparecido tarde. Él estaba comprometido y su novia apareció de pronto, sin que me importara de dónde. Era morena igual que él y pequeña, llevaba una túnica azul marino y una manta cubría su cabello negro.
Ella sólo nos miraba y no era mala. Se notaba en sus ojos que lo amaba. Pero él no a ella. Tenían un compromiso y no podía romperse. Así eran las cosas ahí.
Yo me devolví a mi tierra. Me esperaban los cerros verdes y los árboles frondosos. Volví durante un atardecer de esos frescos, con el viento moviendo las copas de los árboles. Uno de esos atardeceres que invitan a leer abrigada bajo un árbol o tomar té con galletas de caramelo.
Y volví a mi vida de siempre. Con mi familia de siempre. Mi casa de siempre. Los problemas y desafíos de siempre. Con la tranquilidad de siempre.
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